Los días de lluvia tendrían que cerrar las oficinas, las fabricas, los negocios en general, los colegios, las universidades… Para que pudiéramos asomarnos a nuestra ventana y ver como cae la lluvia sobre los tejados, las nubes chocan contra las montañas y descargan toda su rabia, el agua se va filtrando entre las hojas de los frondosos árboles que, irremediablemente, termina por caer al suelo.
Dicen que los días de lluvia nos embarga un sentimiento de tristeza, melancolía o reflexión; de acuerdo a nuestra naturaleza y al momento de nuestras vidas que estemos atravesando. A mí, sin embargo, lo que me invade es una sensación de tranquilidad, de calma.
Por eso, me gusta, tras asomarme a mi ventana y ver todo aquello, darme la vuelta, observar el caos ordenado de la habitación, los fotogramas de películas colgadas de la pared y algún que otro recuerdo de viajes pasados, las velas que dan una sensación de calidez, una botella de sidra vacía y unas copas a medio beber. Y mirando hacia la cama, sonreír. Sonreír cuando te contemplo ahí tumbada, desnuda, con tu mirada pícara, que me obliga a volver junto a ti.
Yo que no puedo negarte nada, obedezco y, cubriéndonos con la manta, comienzo a besarte todo el cuerpo sin dejarme ningún rincón. Tú haces que me derrita con caricias, hasta que terminamos follando “más que nadie ‘pa’ que no corra ni aire ente tu y yo”. Nos volvemos locos de tanto besarnos y perdemos la cuenta de las veces que nos amamos.
Anochece, y la lluvia sigue golpeando la ventana con fuerza. Mientras, nuestros cuerpos palpitan, sudan, se estremecen, gritan y a veces lloran de placer, de amor, de lujuria, de júbilo y se atiborran de sensaciones. Por primera vez el tiempo parece transcurrir al ritmo justo, al compás del baile más sensual que algunos necios califican de inmoral y obsceno… Pobres.
